lunes, 11 de julio de 2011

Diferente


Con caras llenas de rutina, de tonos grises, inexpresivas. Sentados a la máxima distancia posible de cualquier otro, rehuyendo cualquier contacto visual con la esperanza de no reconocernos en los ojos cansados de los demás.

Miradas que se pierden  a través del cristal o aparatos de música que gritan para que los pensamientos se callen. Da lo mismo, cada uno a su manera pero todos irremediablemente iguales. Que triste paradoja.

En un cuadro tan monótono resulta muy fácil reconocer el más mínimo contraste. Y así fue, todos nos dimos cuenta cuando llegó él. Se colocó de pie y solo, en mitad del autobús, con ambos brazos cruzados y apoyado sobre la ventana.

No era fácil calcular su edad. Su apariencia adulta no casaba con la inocencia que se desprendía de su perpleja mirada, escondida tras unas gafas negras de gruesos cristales. El azar, con su mano invisible, le había dotado de unas características diferentes a la mayoría de nosotros, ni más ni menos.

Su expresión era muy peculiar, un tanto dispersa, mientras contemplaba todo a su alrededor sin detenerse demasiado en ningún punto, viendo al otro lado de la ventana, o eso me pareció a mí, cosas invisibles para el resto. De vez en cuando murmuraba algo mas, aunque hubiese estado a su lado, no hubiera sido capaz de entender ni una palabra. A fin de cuentas hablaba consigo mismo, una buena costumbre que hemos perdido la mayoría.

El trayecto transcurrió rápidamente mientras le observaba. Era curioso, al margen de las diferencias obvias, había algo que llamaba la atención y que no fui capaz de comprender al principio por lo inusual de su existencia. Fue justo cuando estaba a punto de bajarme cuando lo advertí y, en ese momento, realmente entendí lo diferente que era del resto de nosotros:

Él era el único que sonreía.

sábado, 21 de mayo de 2011

Otra vez

Allí estaba. A simple vista no se apreciaba nada fuera de lo común pero él bien sabia de su naturaleza prodigiosa. Incluso se podría decir que, a sus ojos, emitía una especie de tenue luz, un brillo especial.

Al verlo siempre experimentaba una sensación agridulce fruto de la presencia de un alivio que, irremediablemente,le recordaba la existencia de un dolor.

Pero, una vez más, era el único refugio que le quedaba, el último bastión tras el cual esconderse de sus errores.

Se sentó frente a él y , tras contemplar durante unos segundos su infinita blancura, comenzó a tatuarle, con tinta negra, todas las palabras que pesaban sobre su conciencia. Sus manos iban cobrando agilidad a medida que escribía , como si las letras que arrojaban le quemasen, literalmente, las yemas de los dedos.

El folio profanado le devolvía la mirada con una sombra de reproche que era incapaz de ignorar. ¿Que haces aquí otra vez? parecía preguntarle .Ese tipo de preguntas certeras, y por ello tan dañinas, eran el precio a pagar por las interminables horas de terapia sin censura.

Después de un largo rato de confesión, el nudo que le apretaba parecía haberse aflojado lo suficiente. Dejó de escribir, se separó de él y lo leyó de arriba abajo. Otro pecado más que añadir a su, cada vez más amplia, lista.

Se fue a la cama compungido pero con la esperanza de haber aprendido la lección. Al menos ahora tenía un folio que le advertiría la próxima vez.

miércoles, 11 de mayo de 2011

El Chelista de Sarajevo

No quedaba ni un solo libro. Aquellas páginas, que atesoraban celosamente todo el conocimiento reunido durante años, habían ardido fácilmente. Que irónica es la naturaleza de las cosas, pues cuanto más esfuerzo exigen con mayor facilidad se entregan a la destrucción.

Todas aquellas lecciones del pasado, recogidas entre tapas duras para que no se pudiesen escapar a la memoria, se habían esfumado para siempre, dejando tras de sí  nuevos errores que habían quedado grabados a fuego en cada uno de los escombros que poblaban lo que, antes, se hacía llamar biblioteca.

Sentado sobre uno de esos montones de escombros, en un rincón, ataviado con sus ropas de concierto y su chelo entre las piernas, se encontraba Vedran Smailovic, iluminado con la tenue luz que entraba a través del techo en ruinas. Su gesto no era más que un serio y sombrío rictus, y una mezcla de dolor e incredulidad se asomaba a sus tristes  ojos azules. Su uniforme estaba cubierto de un fino polvo color ocre que pesaba más que cualquier otra cosa que hubiera soportado en la vida.

Así, envuelto en tal desalentador escenario, tomó aire lentamente, cerró los ojos y, con un suave balanceo del arco, comenzó a tocar con la esperanza de que su música llegara, de alguna manera, a todos aquellos que nunca más podrían oírla.

Las notas brotaban trémulas de entre sus manos, asustadas, mirando con asombro la asolada estampa que las recibía. Una a una iban acariciando con melancolía los espacios, columnas, muros y ventanas que muchas otras veces habían visto y que, ahora, apenas reconocían. Su llanto se apoderó de la estancia uniéndose a los silenciosos gritos de los ausentes.

De esta manera transcurrió uno de los conciertos más tristes de su vida. No sabría decir si duró un minuto o mil años pero entre aquellas paredes, o lo que quedaba de ellas, su melodía seguiría resonando para siempre.

jueves, 28 de abril de 2011

Vivo

El cielo se encontraba tupido de apretadas y oscuras nubes que rugían cómo si del fin del mundo se tratase. Infinidad de delgadas agujas de agua helada caían sobre la superficie de la desierta playa martillando, suave pero incesantemente, los granos de gruesa arena negra. El aire corría frío y las bravas olas golpeaban las rocas con gran violencia.

Era un milagro que viviese.

En su cabeza intentaba reconstruir la sucesión de hechos que le habían conducido allí. Había sido, y aún era, el pasajero número 13. Había embarcado ha ya más de cuatro años en una nave que prometía ser la definitiva, aquella que le acompañaría a lo largo del extenso mar en multitud de aventuras y le proporcionaría, ¡que difícil se le hacía recordarlo!, toda clase de riquezas y placeres. El nombre de la nave era La Esperanza.

La cómoda vida de la que disfrutaba, con sus rutinas y quehaceres, sus buenos y malos momentos, pero, al fin y al cabo, feliz vida, se truncó de repente un día cualquiera, arrebatándole las riendas de su destino para virar hacía un remoto y desconocido lugar. La revuelta en La Esperanza le pilló por sorpresa. No había sabido interpretar las señales que flotaban en el aire y lo había pagado caro. Ese fue su mayor error.

Cuando quiso darse cuenta se encontraba sumergido en las gélidas aguas del mar que tanto había amado y que ahora, como los grandes amores, amenazaba con arrebatárselo todo. La tormenta era salvaje y por más que nadaba no conseguía acercarse ni un centímetro a la lejana orilla. El mar le mecía a su antojo, jugando con él, como si fuese el picado corcho de una vieja botella, mermando sus fuerzas y su ánimo con la paciencia de aquel que se sabe vencedor de antemano.

Ya apenas le quedaban energías cuando recordó una frase que había oído hace mucho tiempo, quizá varias vidas antes: "La mejor manera de ahogarse es nadar a contracorriente". En ese momento se rindió y decidió entregar su vida a la providencia, dejandose arrastar.

No recordaba nada más.

Ahora estaba tendido boca arriba jadeante y semidesnudo, con el cuerpo entumecido mientras la persistente lluvia le golpeaba sin clemencia. El frío le sumía en una especie de sopor que, sin embargo, no podía calmar el intenso dolor que le recorría de arriba abajo.

Mas todo ese dolor no hacía sino recordarle una sola cosa: estaba vivo.

lunes, 25 de abril de 2011

Tan solo esperaba

Era una tarde propia de primavera. El sol poco a poco iba cediendo su espacio dibujando, con oblicuos rayos, alargadas formas a la vez que dotaba de anaranjados matices todo aquello que rozaba con sus cálidas manos. Pero nada de eso importaba, solo se trataba de otro día más.

Él estaba sentado en un banco cualquiera, de esos viejos de madera carcomidos por el tiempo, con las patas oxidadas y bastante sucio. Tenía las manos posadas sobre los muslos y la mirada perdida en un punto muy lejos de allí. La única evidencia del paso del tiempo eran los trazos de colores y formas que cruzaban delante de él sin apenas inquietarle, como si la realidad que a su alrededor acontecía solo fuese el transparente cristal de una ventana que daba a cualquier otra parte.

Tan solo esperaba.

El bullicio y la algarabía que le rodeaban no eran sino un lejano zumbido que le atravesaba y le sumía, aún más si cabe, en esa especie de trance al cuál relegaba gran parte de sus horas desde aquel lejano día.

De tal suerte se enfrentaba al devenir cuando, repentinamente, como una inesperada piedra que irrumpe en las tranquilas aguas de un estanque, una dulce voz proveniente de un lugar remoto se coló en su letargo sobresaltándole. Al principio era tan solo un susurro imposible de descifrar, un ligero murmullo. Sin embargo, conforme fue desentumeciendo su consciencia, las palabras tornábanse cada vez más claras y cercanas, como si estuviesen caminando hacia él desde el otro extremo de un angosto túnel. Y, de repente, las oyó:

"¿Qué estás esperando?"

Tras aguardar unos instantes, la muchacha que se había sentado a su lado se levantó y se fue, desanimada por su falta de interés. Pero él ni siquiera había reparado en su presencia.
..
Las tres sencillas palabras de aquella chica seguían resonando dentro de su cabeza una y otra vez, dejándole una extraña sensación que no era capaz de identificar, una mezcla de pavor y desasosiego que nunca antes había experimentado. Por un momento, sin saber por qué, se sintió totalmente desorientado, rodeado por un inmenso vacío que no dejaba ver ni oír, apenas pensar, una espesa niebla que adormecía sus sentidos y nublaba su lucidez. Un sudor frió recorría su espalda y un sonido de ansiosos latidos comenzó a retumbar, incesante y frenético, en sus oídos. Tras unos instantes que se le antojaron eternos, de pronto, como si de una manifestación divina se tratase, la causa de tal repentina angustia se tornó nítida ante sus ojos: no sabía la respuesta.
.
Se estremeció. No podía salir de su asombro. El aire que henchía sus pulmones se le presentaba insuficiente mientras un invisible nudo se cerraba entorno suyo. Llevaba tanto tiempo esperando, tantos días y noches de resignación, tantas horas de inflexible penitencia y ahora, sin embargo, no era capaz de recordar el por qué.
.
En aquel momento algo muy dentro de él se resquebrajó emitiendo un sordo sonido. Permaneció unos segundos completamente inmóvil, como un maniquí abandonado a su suerte y, entonces, lentamente, se asió al pasamanos oxidado, se incorporó y se alejó caminando.

sábado, 16 de abril de 2011

You can't alwats get what you want

Así reza el título de la mítica canción nacida de puño y letra de Richards y Jagger que, junto con un cautivador coro de agudas voces, pone una pizca de dulzura a uno de los más amargos e hirientes dogmas de la historia del hombre: No siempre puedes tener lo que quieres. Así de simple y de directo, como los buenos golpes.

Mas para un observador atento, o quizá demasiado optimista, se vislumbra una pequeña grieta en tan lapidaria sentencia: "No siempre". Esto quiere decir, y dice, que en algún momento, por efímero que este sea, es posible tener todo lo que uno quiere. Que gran noticia. Y puedo dar testimonio, aún a riesgo de parecer juez y parte, de que efectivamente es posible, una vez lo tuve todo.

Pero más increíble que eso es la realidad de que, incluso en ese momento, inexplicablemente, hay algo que falta. Y es que, por imposible que parezca, todo no es suficiente. Pronto se acaba la euforia.

La razón que se esconde detrás de semejante sinsentido es tan sencilla que asusta: siempre necesitamos algo que anhelar. Y es este anhelo en si mismo el medio y el fin, resurgiendo continuamente después de cada meta alcanzada, como una sed que vuelve a aparecer tras la última gota de agua bebida. Amparado bajo distintas facetas que afloran desde el más primitivo instinto, como son la ambición, el afán de superación o, simplemente, la mera curiosidad, nos empuja siempre a buscar algo más, independientemente de lo que tengamos, como una llama caprichosa que amenaza con apagarse si no se alimenta continuamente con nuevos combustibles.



Esta insaciable conducta, tan impropia de seres supuestamente racionales, es fuente infinita de problemas y malestares, a todas las escalas posibles, puesto que, a pesar de ser de lo más común, es, sin embargo, muy difícil de explicar y, más aún, de comprender por todo aquel que no la padece.

Y lo que es peor,aún después de haber descubierto esta extraña necesidad de necesitar y malgastado largo rato meditando sobre ella,  sigue presentándose tan espesa y pegajosa como al principio, haciendo imposible atisbar, ni en lo más mínimo, un remedio que amortigüe sus efectos o alivie sus pesares. De manera que, mientras no se encuentre una solución para tal compulsiva actitud, cosa que parece poco probable, habemos de claudicar ante sus satánicas majestades y admitir que, efectivamente, no se puede tener todo, porque, simplemente, todo no existe.

Por tanto, la única esperanza en la que depositar nuestros últimos esfuerzos no es otra que cultivar la virtud del criterio, la conciencia y, por qué no, la habilidad, para tratar de manejar los infinitos "quiero" que atosigan a diario y que, con suerte, no nos contagien con la peor de las cegueras imaginables: ser incapaces de ver, por muy cerca que se hallen, las cosas que realmente necesitamos.

Quizá aún no sea demasiado tarde. Cruzo los dedos
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martes, 5 de abril de 2011

Solos frente al mar

Más allá del ruido y el estrés, de la prisa y el bullicio, enmarcado en tonos verdes y desafiado, puntualmente, por grandes rocas de aristas vivas, el mar.

Infinitos remolinos de aguas oscuras y turquesas que mueren en espumosas olas, a veces lánguidas sobre la blanca arena, otras veces bravas, alzándose desafiantes contra cualquier accidente que se interpone en su camino.

Es imposible permanecer impasible ante semejante espectáculo y resulta curioso, casi divertido, observar cómo, todos aquellos que se acercan, van cayendo en una suerte de embrujo invisible, pero a la vez inevitable, que los separa y los invita a contemplar en solitario. Y así, enfrentados a lo que un día fue el principio, cada uno se encuentra con esa sensación de paz, que parecía extinguida, resurgiendo desde lo más profundo en respuesta a una especie de llamada primitiva, original.

En ese momento, por una fracción de tiempo mínima, todas nuestras diferencias desaparecen y, simplemente, nos volvemos iguales. Esa es la verdadera grandeza de las cosas sencillas.