Con caras llenas de rutina, de tonos grises, inexpresivas. Sentados a la máxima distancia posible de cualquier otro, rehuyendo cualquier contacto visual con la esperanza de no reconocernos en los ojos cansados de los demás.
Miradas que se pierden a través del cristal o aparatos de música que gritan para que los pensamientos se callen. Da lo mismo, cada uno a su manera pero todos irremediablemente iguales. Que triste paradoja.
En un cuadro tan monótono resulta muy fácil reconocer el más mínimo contraste. Y así fue, todos nos dimos cuenta cuando llegó él. Se colocó de pie y solo, en mitad del autobús, con ambos brazos cruzados y apoyado sobre la ventana.
No era fácil calcular su edad. Su apariencia adulta no casaba con la inocencia que se desprendía de su perpleja mirada, escondida tras unas gafas negras de gruesos cristales. El azar, con su mano invisible, le había dotado de unas características diferentes a la mayoría de nosotros, ni más ni menos.
Su expresión era muy peculiar, un tanto dispersa, mientras contemplaba todo a su alrededor sin detenerse demasiado en ningún punto, viendo al otro lado de la ventana, o eso me pareció a mí, cosas invisibles para el resto. De vez en cuando murmuraba algo mas, aunque hubiese estado a su lado, no hubiera sido capaz de entender ni una palabra. A fin de cuentas hablaba consigo mismo, una buena costumbre que hemos perdido la mayoría.
El trayecto transcurrió rápidamente mientras le observaba. Era curioso, al margen de las diferencias obvias, había algo que llamaba la atención y que no fui capaz de comprender al principio por lo inusual de su existencia. Fue justo cuando estaba a punto de bajarme cuando lo advertí y, en ese momento, realmente entendí lo diferente que era del resto de nosotros:
Él era el único que sonreía.